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El matrimonio, un proyecto común

Había llegado el otoño. Los días se habían vuelto más cortos. Tenían menos luz e invitaban menos a salir a la calle. Así es como se sentía y lo veía todo la mujer que vino a verme a consulta: gris.

Recordaba bien la última discusión con su marido. Era difícil olvidarla porque se parecía demasiado a cada conversación que había tenido con él en los últimos 5 años. Recordaba sobre todo esa sensación de enfrentarse a un muro, esa frustración que deja la ausencia de respuesta. Hubiese preferido volver al tiempo que discutían a esa soledad hecha de indiferencia. La cosa había empezado de una manera banal, por nada en realidad demasiado importante, por esas cosas de las que está hecha la vida en pareja. Esa mañana había tenido una revisión en el médico por sus problemas de jaqueca. El escáner no había revelado nada preocupante, pero eso no la había dejado más tranquila. Era ya tarde cuando llegó su marido.

-Hola cariño -la había saludado él, dejando su cartera encima de la mesa del recibidor y su abrigo gris oscuro en el perchero de la pared, junto a la entrada. Sin esperar la respuesta de su mujer, o dándola por hecho o, sencillamente ignorándola, se había dirigido a la cocina. Ella le siguió como una autómata. Llevaba esperando todo el día su pregunta: “¿Cómo te ha ido en el médico? ¿Cómo te encuentras?” Y esperaba que él la escuchara. Le encontró con la puerta de la nevera abierta, medio inclinado, mirando fijamente las baldas de la nevera.

-Juraría que me quedaba una cerveza -dijo él, sin quitar la vista del frigorífico. ¿La usaste para cocinar? -le preguntó, esta vez mirándola a los ojos. Lo que su marido vio fue una máscara de ojos fijos muy abiertos, con los labios apretados y pálidos y un temblor que le subía por el cuello como el rumor de mil tambores que preludian la batalla.

-No me lo puedo creer -dijo ella apretando los dientes.

– ¿Qué es lo que no puedes creer? -respondió él con pretendida sorpresa sabiendo que algo se le escapaba. Y ese algo era anuncio de pelea. Se irguió y cerró despacio la puerta de la nevera. Se volvió hacia ella y repitió – ¿qué es lo que no puedes creer?

-Estuve en el médico esta mañana. ¿Te acuerdas? La jaqueca. Pero no, claro que no te acuerdas. En cambio, sí te acuerdas de tu maldita cerveza, de eso sí te acuerdas -había alzado el volumen de la voz y ya había asumido que la situación estaba fuera de control. Se abandonó a la ira, a la frustración, al dolor de ser menos importante que un botellín o, al menos, de ocupar el puesto justo detrás de una cerveza en el corazón de aquel hombre.

-Te lo iba a preguntar ahora mismo, no me has dado oportunidad -había respondido él, aunque sabía que mentía y que ella lo sabía -no puedo ni tener un minuto de tranquilidad al volver del trabajo. Tengo que darte el parte diario como si fueras mi sargento mayor.

-No mientas -le cortó ella. Me lo hubieras preguntado esta mañana nada más salir de la consulta. Pero no he sabido nada de ti en todo el día y además has llegado tarde -y se señalaba el reloj de la muñeca adelantando el rostro amenazante hacia él. Su marido enarcó las cejas y los ojos siguieron el mismo camino ascendente. Fue solo un gesto, mínimo, cuestión de milésimas de segundo, nada importante… pero en el corazón de ella fue la puñalada que confirmaba las sospechas que venía rumiando desde hacía tiempo. “A mi marido ya no le importo, y lo peor es que ya no sé si eso me importa”.

-Está bien -dijo él -a ver, ¿cómo ha ido el médico? -preguntó como quién concede una victoria inmerecida. Pero ya era tarde, y lo sabía.

-Vete al diablo -le dijo ella. Y se marchó a su habitación con el corazón en pedazos.

No recordaba en qué momento había perdido la ilusión, y le parecía difícil recuperarla.

Eran dos, se supone que unidos en matrimonio, pero hacía tiempo que sentía que iban por caminos distintos e incluso a veces había llegado a pensar que quizás esos caminos no volverían a encontrarse.

Aparentemente lo tenían todo para ser felices, pero su estado distaba mucho de la verdadera felicidad.

Por ese motivo, y después de haber intentado diferentes cosas que no les había llevado a donde quería, se había decidido a llamarme.

Él no vino a verme. Le había dicho a su mujer que tenía poco tiempo y que tenía que dedicarlo a algo más importante. Se le había acumulado mucho trabajo.

Se les olvidaba que el primero que pidiera perdón no era el más culpable, sino el que más amaba.

A ella se le caían las lágrimas.

-No lo entiendo, Paloma, ¿Cuándo hemos dejado de cuidarnos y, sobre todo, de querernos? Todo ha pasado por delante, y por encima: el trabajo, los hijos, la familia, los amigos… ya no compartimos casi nada. No tenemos proyectos en común. Le miro y le veo tan diferente. ¿Tú crees que tiene solución? La miré, intentando acoger su dolor, y le dije: -Casi todo tiene solución. Pero hay que querer, y hay que poder.

-Yo quiero -me dijo -pero no sé si mi marido quiere, de hecho no estoy segura de que comprenda lo que está pasando-dijo ella, negando con la cabeza. -¿Qué podemos hacer? -me preguntó.

-Tenéis que ser capaces de miraros, de mirar el momento en el que estáis, el momento presente, y de ver la crisis como una señal de alarma y como una oportunidad. Eso os dará esperanza y os ayudará a crecer.

-¿Lo intentamos? -le pregunté.

-Lo intentamos -dijo ella sonriendo.

Volvió a casa, habló con su marido, pero no echándole la culpa o haciéndole sentir responsable de la situación. Le miró a los ojos y le dijo que le quería y que quería recuperarle. Él no sabía qué pensar. Buscaba signos de batalla, había desconfianza en sus ojos. “¿Qué es esto?” pensó, “¿qué pretende ahora?”.

-Yo no creo que tengamos ningún problema -dijo él -Al menos yo no creo tenerlo. Si tú quieres admitir que los tienes, me parece bien, pero no quieras incluirme a mí en ellos.

-Que tú creas que no tenemos problemas lo puedo entender -respondió ella -pero yo creo que puedo hacerlo mejor. En realidad, creo que los dos podemos hacerlo mejor. Pero necesito que me ayudes.

Aquello le hizo bajar la guardia. Su mujer le pedía ayuda. En realidad, sabía que podían estar mejor pero no tenía idea de por dónde empezar. Lo que sí sabía es que no quería seguir así.

-Está bien -dijo él -dime en qué te puedo ayudar.

-Necesito que me acompañes a la terapia. Una vez. Si no te convence, no tienes que volver -lo dijo despacio, sin imponerlo, dejándole la posibilidad de negarse sin culparle por ello. Él seguía en silencio y la miraba. Hacía tiempo que no la miraba así, sin desviar los ojos, y ella pudo ver su lucha interna en el movimiento de sus labios y la presión de la mandíbula.

-Está bien -dijo él con el suspiro del que se rinde -te acompaño.

A la segunda sesión en consulta vinieron los dos. Para no mezclarlo todo, decidimos separar frentes. Ella decía que llevaban años sin compartir prácticamente nada, haciendo vidas por separado. Cada uno tenía su trabajo, su familia, sus amigos, sus aficiones, sus ilusiones… Y ahora tenían que ser capaces de recuperar el espacio común. Porque los espacios personales son buenos y necesarios, hacen crecer a cada uno y hacen crecer la relación. Pero si no hay un espacio grande común, lo que hay son dos individualidades, no un matrimonio. Y eso es lo que les había pasado.

Hicimos un plan de acción, en el que tendrían que ir recuperando áreas comunes abandonadas o mal planteadas. Recuperaron la ilusión, pensando que algún día, no muy lejano, volverían a mirarse sintiendo que eran uno y que estaban unidos en lo realmente importante.

Al principio no les resultó fácil, porque de vez en cuando seguían saliendo los reproches… “No me cuidas, no tienes detalles conmigo”, le recriminaba ella. “No sé si algo de lo que hago te parece bien o es lo suficientemente bueno. Hace tiempo que dejé de intentar entenderte porque creo que ni tú te entiendes”, le decía él. Los dos tenían razón. Era cómo se sentían y habían ido acumulando heridas, sin haber llegado a sanarlas. Hacía falta pedirse perdón y perdonar. Y volver a cuidar los actos de entrega y de acogida todos los días. El problema en este punto fue lanzarse a hacerlo, los dos pensaban que tenía que ser el otro el que diera el paso. Se les olvidaba que el primero que pidiera perdón no era el más culpable, sino el que más amaba. Y amando no perdían nada, todo lo contrario, empezaban a sumar. Así que al final lo consiguieron y no sólo eso, sino que decidieron pedirse perdón todas las noches, no irse a la cama enfadados, solucionarlo antes con unas palabras y un abrazo. Los dos lo iban a intentar, querían hacerlo y sabían que era posible.

Pasaron las semanas, los meses y descubrieron que eran muy diferentes, pero que eso les hacía complementarios, algo que les había costado mucho tiempo entender. A partir de ese momento supieron ver las diferencias como un regalo y fueron capaces de ver y valorar mucho más y mejor los dones del otro. Descubrieron que tenían muchos ¡y que juntos formaban un gran equipo! Aprendieron a darle un valor mayor al compromiso, más allá de los sentimientos que en un momento o en otro pudieran tener. Entendieron que los sentimientos pueden estar o no, pero que lo más importante permanece: el compromiso, el amor, la alianza. Era algo que, cuidando lo importante, podía durar toda la vida. Y aunque toda la vida les sonaba a mucho, eran capaces de repetírselo sonriendo: “toda la vida” …

Paloma de Cendra

Soy esposa y madre de 4 hijos, psicóloga y Terapeuta Individual, de Pareja y de Familia. Trabajo en la consulta con el Dr. Poveda, colaboro en un COF, soy Perito del Tribunal de la Rota, profesora en la UNIR y escribo artículos en Hacer Familia.

También tengo un blog ¡Qué bello es vivir!, cuyo objetivo es recordarnos lo que somos alrededor de una idea sencilla y grande a la vez: ver lo que serían otros si nosotros no fuéramos. Es un canto de amor a la vida y a la esperanza.

Mi vocación es la persona y sus relaciones, el matrimonio y la familia. Me apasiona mi trabajo, soy feliz con mi familia y con las familias que se ponen en mis manos.

Vivo dando gracias.

www.lapovedaformacionydesarrollo.es

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